De visita al pueblo

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Alberto Figueroa, marino de profesión, soñador por convicción y “reflexionador” por situación es quien hoy nos ocupa… Vino de visita al pueblo y en este momento lo encontramos en el puerto, observando, reflexionado y recordando viejos sueños.

Esta tarde, Alberto observa con detenimiento, tras una nube azulosa de grandes recuerdos, los barcos amarrados al puerto… “Amarrados… Y ¿por qué amarrar tantos sueños y aventuras a la orilla del mar?” se pregunta Alberto, el Capitán Figueroa, ¡sí!, Alberto fue un gran navegante, su nave: “El Fresco 112”. “¡Gran navío!”, se regocija… “112…” 112 años que hablaban de la vida llena de frescura y sabiduría de su abuelo, el gran y temerario Capitán Girón, de quien Alberto heredó la bravura y gran sagacidad de navegante firme y soñador.

Una tímida sonrisa se deja ver en el rostro moreno de Alberto, por tantas tardes bajo la bravura del Sol en alta mar. “¡Y pensar que yo me embarqué por primera vez en <>, imaginando que la tripulación de tan ágil navío, lidereado por mi abuelo, iba en busca de grandes aventuras, a la caza de un misterioso y reluciente tesoro! Las enseñanzas del abuelo, ¡esas sí que fueron un gran tesoro, uno verdaderamente invaluable!”

En ese instante, una blanca gaviota, regodeante aún por una exquisita presa, rompe la apacible y contemplativa actitud de Alberto, quien percibe cómo una pequeña brisa salada rocía su reboloteante y algo cana cabellera rizada.

Alberto gira en torno, siguiendo el vuelo del ave, cuando, con asombro, observa a doña Lupe, sentada en uno de los bordes del pequeño muro que delimita al puerto del camino principal que conduce al centro del pueblo. “¡Ah, doña Lupe!” piensa Alberto, “¡protagonista de otra gran historia…!”

 

 Por Gabriela Murguía Romero

  22 de febrero de 2016

Nota: los cuentos presentados son tal cual los recibimos, por respeto al autor no cambiamos nada.

Blanco

Había llegado junto con la neblina, lenta pero inexorablemente. Su avance pausado le permitía curvearse a su antojo; enroscarse en las orillas, invadir cualquier espacio aparentemente vacío. Me había invadido a mí, sin lugar a dudas, pero no me daría cuenta hasta mucho después, cuando ya todo hubiese perdido significado alguno. Había llegado junto con la neblina, sí, y al igual que ésta, había decidido quedarse en nuestras calles y en nuestros hogares para siempre.

No puedo precisar quién fue el primero ni el segundo. Es más, ni siquiera el décimo. Tan solo noté algo diferente, además de la neblina, el día en que Pedro casi tropezase conmigo por ir corriendo mientras gritaba toda clase de improperios hacia alguien que yo no había conseguido mirar. Afortunadamente lograba pararse poco antes de colisionar contra mí.

-¡¿Está usted bien?! -La pregunta había salido de entre mis labios antes de poderla analizar realmente. Pedro me miraba a modo raro, sin reconocerme realmente.

-¡El infeliz se escapó sin pagarme! ¡Se escapó el muy desgraciado! -Agitaba el puño con ira hacia la nada, hacia nadie. Luego se alejaba con un paso pausado, aun gritando, aun maldiciendo. Yo me quedaba ahí, quieta por varios minutos, meditando como era aquello posible. Lo meditaba hasta que la niebla hacía que yo dejase de ver a Pedro por completo. Solo entonces recordaba por qué ese encuentro me producía cierto horror y que la pregunta que le había hecho a Pedro era un sin sentido: Pedro había muerto más de dos años atrás, víctima de su mala ira, el colesterol y un corazón cansado.

Después de ese evento vinieron otros, muchos otros. La gente se perdía en la neblina. La gente moría en la neblina, pero también, la gente regresaba de la neblina. Y con la neblina venía toda esa locura que se desataba por cada esquina de la pequeña ciudad en la que vivía, en la que aún vivo. Los gritos se escuchaban tanto de noche como de día. Nunca volví a ver a Pedro. Vi a otros más, sin embargo, cargando toda esa ira junto con palos y piedras y lo que pudiesen encontrar en el camino. Los escuchaba a veces golpeando contra mi puerta o contra la puerta de algún otro vecino, aullando a la soledad y privacidad que provenía de la neblina.

Finalmente llegó hasta mí. Llevaba yo ya varios días sintiéndome inquieta, con el corazón un tanto encogido. Me susurró al oído palabras de un confort infinito. Me hizo acordarme otra vez de Pedro y de cómo todo aquel enojo podía tener una válvula de escape, si me lo proponía. Me proveyó de cuchillos y otras armas y, a diferencia de a la mayoría, me concedió un propósito: acabarlos a todos.

Ahora quedamos pocos. A días me pregunto si no sería más fácil simplemente irme del pueblo. Luego me acuerdo que aquí soy una autoridad. He aprendido a moverme en la niebla, a simplemente desaparecer. En otros lugares estaría yo, con toda esa gente viva y sonriente, intentando lidiar con un trabajo estable y la renta y los servicios y todos esos gastos que hacer mes con mes. Estaría atrapada entre el fisco y las leyes; entre el tráfico y las eventuales manifestaciones. Entonces me doy cuenta de lo mucho que la locura me ha pegado, haciéndome despertar. Prefiero estar atrapada aquí, con unos cuantos sobrevivientes, con la neblina inundándome los pulmones, que atrapada en la sociedad.

Kitsune

Nota: los cuentos presentados son tal cual los recibimos, por respeto al autor no cambiamos nada.